domingo, 13 de enero de 2013

Capítulo I. La Ciudad de Santander

Calixto Buey observó desde las inmensas cristaleras de su despacho como Santander se despertaba una mañana más. Le gustaba ver a sus conciudadanos pulular como hormiguitas hacia sus quehaceres diarios. Le hacia sentirse un tipo importante y no obstante lo era: su cuidada imagen personal, con un cuerpo esculpido en el gimnasio a golpe de raqueta de pádel, sus trajes (cosidos a mano por los mejores sastres de la ciudad), sus perfumes, sus coches, sus mansiones repartidas por todo el mundo y su helicóptero privado servían para recordar a todo aquel que se cruzase con él quien era el que mandaba. 

Él era el macho alfa y no escatimaba en gastos para hacerlo saber. 

Le gustaba almorzar con el alcalde y con el presidente de la comunidad. Le gustaba estrechar la mano de ministros, catedráticos, príncipes y reyes. Había nacido para ello y le gustaba. 

Aunque no siempre fue así. Calixto Buey nació en una familia pobre en Huelva, allá por los ochenta. Su padre murió de SIDA siendo él apenas un crío y su madre era una heroínomana que se prostituía para sacar unas pesetas para pagarse otra dosis. Murió cuando tenía cinco años y entonces fue adoptado por un adinerado hombre de negocios cántabro, dedicado a la industria de las conservas de pescado. Su madre era profesora de universidad y ambos se encargaron de que el joven Calixto tuviese el amor y el hogar que la vida y la droga le habían negado. 

Quizás por ello le gustaba reafirmarse entre los demás. Le ponía la pilila dura. Era consciente que le habían sacado del fango y que pese a su carrera y sus dos másteres, no dejaba de ser el niño que adoptó don Gerardo Buey. Por eso buscaba reafirmarse en todos los campos. 

Incluida la cama. 

Le gustaba dominar a las mujeres, tratarlas como objetos, azotarlas, insultarlas, escupirles a la cara y otras prácticas tan edificantes como comer fabada de su entreteto o estrangularlas mientras las obliga a cantar canciones de Manolo Escobar. Muchas veces intentó dejar esas prácticas y tener una sexualidad sana. Lo hizo tanto con ligues de una noche como con prostitutas. Pero si no había dolor o humillación su anaconda -como a él le gustaba llamarla- se quedaba dormida.  "Eres un cerdo" era lo más bonito que obtenía de las chicas a las que conocía una noche cuando intentaba convencerlas de hacer un trío con ellas y con un burro. La última prostituta a la que intentó extrangular mientras la obligaba a cantar "Mi carro" le costó una paliza por parte de un italiano enorme y mal encarado. El tío tuvo la decencia de no tocarle la cara, pero le había dejado molido. ¿Sentirían lo mismo sus sumisas? Le daba igual pues para él las mujeres solo eran objetos de prestigio como lo podían ser sus Audis o sus mansiones. Se dolió al recordar a aquel tipo y le maldijo. Supo entonces que si quería satisfacerse sexualmente, necesitaba una sumisa. 

-Señor- dijo su secretaria sacándolo de sus pensamientos- hay una chica del periódico "Aula Magna" que ha venido a entrevistarle. 

-Oh, muy bien- acertó a decir volviéndose para mirar a Natalia- hazla pasar. 

Natalia era su secretaria. Trabajaba de secretaria para pagarse la carrera de Derecho y Administración de Empresas. Era morena, con el pelo ondulado y ojos azabache, tenía siempre una sonrisa en la cara. Natalia no lo sabía, pero Calixto se moría por comerse una lata de fabada Hacendado en su entreteto o de hacerle un "Sánchez el Sucio". Pero Natalia era una aburrida: tenía un novio que estaba haciendo un máster en Comercio Exterior y eran muy felices juntos. Y sobre todo, era muy celosa de su vida privada y cada vez que tocaba el tema del sexo, ella cambiaba de tema de conversación. 

Y entonces entró la chica: una muchacha flaquita, de ojos grises y pelo castaño, vestida elegantemente. Lo único que la certificaba como una veinteañera era la chapita de "Las Tribulaciones de Alfredo Cisne", el gran éxito literario del momento. Le miró detenidamente, con los ojos muy abiertas, como la idiota enamorada que era y el sonrió torcidamente. 

Y la sensación de triunfo ante una presa desvalida le invadió.